Para Lynch, la expresión visual tiene que ver con una suerte de liberación de la subjetividad, es una ruptura con los parámetros racionales a los que estamos irremediablemente sometidos y, por lo tanto, la imagen se entiende como un espacio en el que las amarras de la realidad se sueltan completamente para irrumpir en otros universos ajenos a toda lógica.
Atendiendo a las palabras del propio Lynch en referencia a su proceso de creación artística, esta liberación de la subjetividad como motor creativo queda corroborada: “when I am in my painting, I’m not aware of what I’m doing. It is only after a sort of ‘get acquainted’ period that I see what I have been about”[1] Para Lynch, el proceso creativo de una pintura no difiere en esencia del propiamente cinematográfico: es el instinto el que impulsa el acto creativo convirtiendo la imagen en una suerte de ventana hacia otro mundo. La construcción de la imagen, por lo tanto, parte de un gesto artístico desembarazado de toda racionalización y, en consecuencia, el de Lynch es un lenguaje visual que desafía las fórmulas lingüísticas establecidas.
Si la imagen ya no se comprende únicamente como un medio para el relato, sino que también se concibe como un fin en sí mismo y a partir del cual el relato va tomando forma, el centro de la narración queda desdoblado: ya no se encuentra solamente en el discurso del relato, sino también en la imagen. En consecuencia, la historia narrada ya no debe regirse por una continuidad temporal y espacial ni tampoco causal: Lynch va más allá de estos principios narrativos y propone una narratividad fragmentaria y convulsiva como efecto lógico de esa esencia dúplice de la imagen. Esta reformulación de la narratividad responde a la necesidad de dar con un lenguaje propio en el que la expresión de lo irracional tenga cabida. Con ese fin, Lynch no puede sino deshacerse de unos códigos lingüísticos basados en la linealidad argumental y en la representatividad para emprender su propia rebelión narrativa, revolución que toma por bandera el caos discursivo y que intrínsicamente implica un replanteamiento, por un lado, del estatuto del espectador y, por otro lado, de la representatividad cinematográfica.
En efecto, esta anti-narratividad lynchiana pone de manifiesto el propio dispositivo del relato, es decir, desenmascara la verdadera naturaleza de lo contado: una historia, una farsa, una ficción puesto que ésta ya no se desarrolla bajo una plácida continuidad lineal que nos lleve a tomar por verdadero lo que en realidad es un engaño. La ruptura con los principios básicos de la narración imposibilita una recepción inmediata y homogénea de la misma y, por lo tanto, el núcleo de la experiencia cinematográfica, a saber, el proceso diegético queda truncado. No obstante, esto no imposibilita la construcción de un sentido referente al film, es decir, la interrupción de la diégesis no atenta contra el significado del relato, sino que, al contrario, lo convierte en un significado potencial. Efectivamente, el discurso narrado ya no es unilateral, hermético y absoluto, sino multilateral, poroso y relativo. Esta reconversión del sentido del relato implica necesariamente una reformulación del estatuto del espectador en tanto que éste se ve forzado a cerrar el sentido del film, a dotarlo de una posible inteligibilidad. Es en virtud de esta centralidad que ocupa el espectador en referencia a la construcción del significado que éste se relativiza: la inteligibilidad ya no viene impuesta por el film, sino que es atribuida por la individualidad, por el espectador.
En este aspecto, el concepto de juego de Gadamer es llevado a las últimas consecuencias por parte de Lynch. Gadamer sostiene que la experiencia estética es un juego en el que la demarcación entre sujeto (el creador y los receptores) y el objeto (la obra) queda totalmente superada. En el juego no importa quiénes sean los participantes ni cuáles sean las reglas del mismo: la esencia del juego es el ser jugado, el representar el juego y, por lo tanto, es la ineludible interacción entre el sujeto y la obra lo que constituye la verdadera naturaleza del juego. Tal es el planteamiento de la obra de Lynch: la interpelación entre el objeto y el sujeto es total. De hecho, sin una interacción absoluta entre la subjetividad y la obra no podría emerger sentido ninguno. Sin duda, este concepto de juego puede extenderse a la experiencia estética propiamente cinematográfica en general. No obstante, esta noción pierde fuelle en tanto que la imposición del sentido del relato impide que el espectador (el jugador) se implique activamente en la obra, que interactúe efectivamente con ésta. En cambio, en la filmografía de Lynch, la noción gadameriana de juego adquiere plena legitimidad puesto que sin esta interpelación entre obra y espectador, el sentido de ésa queda gravemente comprometido.
La concepción de la imagen en Lynch no sólo tiene consecuencias con respecto a la narratividad y, por extensión, con la experiencia receptiva, sino también con la representatividad. Esa imagen total que se ha mencionado previamente es una imagen abstracta, sensorial que, como tal, no pretende “re-presentar” nada, sino presentar en su inmediatez aquello que se muestra. Se trata de una visualización de aquello que no es susceptible de ser traducido en términos figurativos, como si Lynch nos invitase a suspender nuestra propia consciencia para poder sumergirnos de pleno en otra dimensión más sensorial e instintiva. Este imaginario de lo irracional, por lo tanto, rompe el esquema de representatividad cinematográfica porque ya no se concibe la imagen como un medio lingüístico, codificado, sino como pura potencialidad expresiva. Esta expresividad visual se encuentra presente en toda la filmografía de Lynch, no obstante, se advierte una clarísima radicalización a lo largo de su obra, llegando a concebir Inland Empire como una auténtica oda a la imagen absoluta.
Sin duda alguna, Lynch ha llegado a forjar un lenguaje que demuele los paradigmas estandarizados de un Hollywood que cuenta con los dedos de una mano las excepciones a un cine reiterativo y estéril. Ante tal panorama, es de agradecer que David Lynch siga siendo, y esperemos que por mucho tiempo, uno de esos enfants terribles.
[1] Martha P. Nochimson, The Passion of David Lynch: Wild At Heart in Hollywood. University of Texas Press, 1997. pág.27
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