jueves, 17 de noviembre de 2011

La Vida Útil o la vida es cine





La Vida Útil narra la historia de Jorge, un hombre que, tras 25 años trabajando en la cineteca de Uruguay, se ve forzado a cambiar radicalmente de vida cuando la institución en la que trabaja cierra debido a la crisis económica en la que ésta se encuentra. A partir de este momento, Jorge no puede sino adaptarse al mundo en el que vive, un mundo que parece que le es ajeno, que no lo siente como propio y en el cual Jorge vive como si fuese un extranjero. Dejando atrás una vida de contemplación, de ritmo extremadamente sosegado y de unas rutinas sumamente predecibles, Jorge reformulará su existencia, pero principalmente, empezará a vivirla.

Federico Veiroj, director de La Vida Útil, se servirá de esta historia mínima para plantear una cuestión no poco peliaguda, la de mostrar la dificultad del individuo a sobrevenir obstáculos que lo obligan a realizar un giro vital de 180 grados. Veiroj utiliza la espacialidad para reflejar este cambio repentino: si bien durante la primera mitad del film la acción transcurre en un espacio cerrado, casi claustrofóbico, que aleja a Jorge de la realidad exterior sumiéndolo en esa vida pausada y rutinaria; en la segunda mitad el protagonista sale al mundo real y se enfrenta a él. Efectivamente, Veiroj usa el espacio convirtiéndolo en un elemento catárquico, que empuja a Jorge a replantearse su vida.

Una vida que deja de ser monotonía y se convierte en fantasía, supurando cine a cada instante: el sonido de trompetas de "La Diligencia" de John Ford que le dan a Jorge un aire de héroe que lucha por su causa (la de vivir su vida), la escena en la que el personaje baila en las escaleras evocando a Fred Astaire o la música que acompaña al film que parece trasladarnos a las películas mudas o a los westerns nos sumergen en una ensoñación cinematográfica o lo que es lo mismo, nos introducen en la nueva vida de Jorge.

Esa referencialidad cinematográfica no se limita a lo mencionado, sino que empapa todo el film: tanto los criterios estéticos como los narrativos remiten constantemente al séptimo arte. No es accesorio, pues, que Federico Veiroj, director de la cinta, haya decidido rodarla en blanco y negro o que haya elegido a Jorge Jellynek, reconocidísmo crítico de cine uruguayo, o a Manuel Martínez Carril, director ejecutivo de la cineteca uruguaya, para que interpreten a Jorge y a Martínez, respectivamente; asimismo, las conversaciones en torno a Eisenstein y a Manoel de Oliveira remarcan ese carácter metafílmico que está presente en toda la película. Por todo ello, la película de Veiroj se erige como un claro homenaje a la historia del cine que se perfila en dos niveles distintos: el argumento del film y la forma del mismo. Así pues, bien podría decirse que este largometraje se presenta como una historia metacinematográfica, no obstante, la principal intención del director no es otra que la de plasmar una idea general del cine para poder contar la historia de un hombre. Sin embargo, será precisamente esas evocaciones constantes al cine lo que confiere a la cinta un aura especial y lo que, en definitiva, hará que se desmarque de otras historias ya contadas.

A pesar de un ritmo un tanto narcótico, la película de Federico Veiroj es una pequeña contribución a la admiración hacia el medio fílmico del mismo modo que Fellini con "Y La Nave Va" recorrió la historia del cine en unos minutos. Y es precisamente aquí donde reside el valor de La Vida Útil: en querer hacernos ver la vida como si de una película se tratase y en mostrarnos el cine como parte integral de nuestra vida.

viernes, 7 de octubre de 2011

La imagen en David Lynch. A walk on the wild side


Adentrarse en un análisis de la obra cinematográfica lynchiana requiere, a diferencia de otros directores, de un viaje iniciático hacia un universo complejo y atrayente al mismo tiempo. Con Lynch descubrimos un mundo en el que las fronteras entre lo inteligible y la fantasía se encuentran completamente erosionadas y en el que la construcción de la imagen se concibe como el lugar de revelación y liberación. El universo visivo de Lynch se aleja de toda coordenada establecida para poder situarlo sobre un suelo de arenas movedizas en el que cualquier atisbo de convención visual y narrativa queda prácticamente desterrado. Para poder desentrañar la idiosincrasia de este mundo visual al que el director ha dado a luz, es necesario focalizar el análisis de su obra no tanto en el contenido de la misma, sino, más bien, en la forma de ésa.
Si bien es cierto que existe una clara transversalidad en la temática lynchiana y que ésta es fácilmente detectable por parte de cualquier conocedor de su filmografía, la verdadera transgresión de su obra no se sitúa en el contenido de la imagen, en la temática del relato, sino en el lenguaje visual a partir del cual éste se articula.
No obstante, la concepción de la imagen en Lynch no es, ni de lejos, uniforme a lo largo de toda su obra. Se trata de un concepto que se ha ido gestando desde sus inicios como director con Eraserhead y que vería en Inland Empire la cristalización de todo un proceso de construcción y de reflexión en torno a la imagen. Efectivamente, el universo visual del norteamericano se entiende, desde un primer momento, como un juego entre dos conceptos de imagen distintos: la imagen pro-narrativa y la imagen abstracta. La primera apuntala el relato y lo dota de significado, de inteligibilidad; la segunda, en cambio, no viene a resolver las demandas narrativas del relato, sino que sirve, en cierto modo, para crear un espacio extra-narrativo, un enclave en el que se sugiere pero nunca se afirma nada. Lynch pretende, mediante el uso de esta imagen desvertebrada, reclamar una autonomía de la expresión visual del mismo modo en que el expresionismo abstracto de Pollock o Kline se alejaba de la figuración pictórica para entronizar la imagen pura, liberada de toda representatividad.

Para Lynch, la expresión visual tiene que ver con una suerte de liberación de la subjetividad, es una ruptura con los parámetros racionales a los que estamos irremediablemente sometidos y, por lo tanto, la imagen se entiende como un espacio en el que las amarras de la realidad se sueltan completamente para irrumpir en otros universos ajenos a toda lógica.

Atendiendo a las palabras del propio Lynch en referencia a su proceso de creación artística, esta liberación de la subjetividad como motor creativo queda corroborada: “when I am in my painting, I’m not aware of what I’m doing. It is only after a sort of ‘get acquainted’ period that I see what I have been about”[1] Para Lynch, el proceso creativo de una pintura no difiere en esencia del propiamente cinematográfico: es el instinto el que impulsa el acto creativo convirtiendo la imagen en una suerte de ventana hacia otro mundo. La construcción de la imagen, por lo tanto, parte de un gesto artístico desembarazado de toda racionalización y, en consecuencia, el de Lynch es un lenguaje visual que desafía las fórmulas lingüísticas establecidas.

La concepción de la visualidad en Lynch, entonces, es entendida como un vaivén entre lo inteligible y lo surrealista y, por lo tanto, la lógica narrativa que determina el sentido del relato queda comprometida por este desvanecimiento de la imagen como eje única y exclusivamente narrativo. A lo largo de la filmografía de Lynch, la funcionalidad narrativa de la imagen estrechamente vinculada al arte cinematográfica se suspende para reformular la visualidad cinematográfica desde su esencia: la imagen deja de entenderse exclusivamente como un elemento de mediación, es decir, como el hilo conductor del relato, para concebirse como inmediatez, o sea, como pura presencia de la expresión visual. Teniendo en cuenta que Lynch concibe el cine como medio de expresión de la intuición y de la abstracción, resulta obvio que la imagen ya no se entienda solamente como un eje lingüístico determinado por el relato, sino también, como un canal intuitivo, sensitivo por el que fluyen ideas, atmósferas y percepciones. Es por ello que se podría hablar de la presencia una imagen absoluta en Lynch y de la superación paulatina, a lo largo de su obra, de una imagen relativa al discurso narrativo.

Si la imagen ya no se comprende únicamente como un medio para el relato, sino que también se concibe como un fin en sí mismo y a partir del cual el relato va tomando forma, el centro de la narración queda desdoblado: ya no se encuentra solamente en el discurso del relato, sino también en la imagen. En consecuencia, la historia narrada ya no debe regirse por una continuidad temporal y espacial ni tampoco causal: Lynch va más allá de estos principios narrativos y propone una narratividad fragmentaria y convulsiva como efecto lógico de esa esencia dúplice de la imagen. Esta reformulación de la narratividad responde a la necesidad de dar con un lenguaje propio en el que la expresión de lo irracional tenga cabida. Con ese fin, Lynch no puede sino deshacerse de unos códigos lingüísticos basados en la linealidad argumental y en la representatividad para emprender su propia rebelión narrativa, revolución que toma por bandera el caos discursivo y que intrínsicamente implica un replanteamiento, por un lado, del estatuto del espectador y, por otro lado, de la representatividad cinematográfica.

En efecto, esta anti-narratividad lynchiana pone de manifiesto el propio dispositivo del relato, es decir, desenmascara la verdadera naturaleza de lo contado: una historia, una farsa, una ficción puesto que ésta ya no se desarrolla bajo una plácida continuidad lineal que nos lleve a tomar por verdadero lo que en realidad es un engaño. La ruptura con los principios básicos de la narración imposibilita una recepción inmediata y homogénea de la misma y, por lo tanto, el núcleo de la experiencia cinematográfica, a saber, el proceso diegético queda truncado. No obstante, esto no imposibilita la construcción de un sentido referente al film, es decir, la interrupción de la diégesis no atenta contra el significado del relato, sino que, al contrario, lo convierte en un significado potencial. Efectivamente, el discurso narrado ya no es unilateral, hermético y absoluto, sino multilateral, poroso y relativo. Esta reconversión del sentido del relato implica necesariamente una reformulación del estatuto del espectador en tanto que éste se ve forzado a cerrar el sentido del film, a dotarlo de una posible inteligibilidad. Es en virtud de esta centralidad que ocupa el espectador en referencia a la construcción del significado que éste se relativiza: la inteligibilidad ya no viene impuesta por el film, sino que es atribuida por la individualidad, por el espectador.

En este aspecto, el concepto de juego de Gadamer es llevado a las últimas consecuencias por parte de Lynch. Gadamer sostiene que la experiencia estética es un juego en el que la demarcación entre sujeto (el creador y los receptores) y el objeto (la obra) queda totalmente superada. En el juego no importa quiénes sean los participantes ni cuáles sean las reglas del mismo: la esencia del juego es el ser jugado, el representar el juego y, por lo tanto, es la ineludible interacción entre el sujeto y la obra lo que constituye la verdadera naturaleza del juego. Tal es el planteamiento de la obra de Lynch: la interpelación entre el objeto y el sujeto es total. De hecho, sin una interacción absoluta entre la subjetividad y la obra no podría emerger sentido ninguno. Sin duda, este concepto de juego puede extenderse a la experiencia estética propiamente cinematográfica en general. No obstante, esta noción pierde fuelle en tanto que la imposición del sentido del relato impide que el espectador (el jugador) se implique activamente en la obra, que interactúe efectivamente con ésta. En cambio, en la filmografía de Lynch, la noción gadameriana de juego adquiere plena legitimidad puesto que sin esta interpelación entre obra y espectador, el sentido de ésa queda gravemente comprometido.

La concepción de la imagen en Lynch no sólo tiene consecuencias con respecto a la narratividad y, por extensión, con la experiencia receptiva, sino también con la representatividad. Esa imagen total que se ha mencionado previamente es una imagen abstracta, sensorial que, como tal, no pretende “re-presentar” nada, sino presentar en su inmediatez aquello que se muestra. Se trata de una visualización de aquello que no es susceptible de ser traducido en términos figurativos, como si Lynch nos invitase a suspender nuestra propia consciencia para poder sumergirnos de pleno en otra dimensión más sensorial e instintiva. Este imaginario de lo irracional, por lo tanto, rompe el esquema de representatividad cinematográfica porque ya no se concibe la imagen como un medio lingüístico, codificado, sino como pura potencialidad expresiva. Esta expresividad visual se encuentra presente en toda la filmografía de Lynch, no obstante, se advierte una clarísima radicalización a lo largo de su obra, llegando a concebir Inland Empire como una auténtica oda a la imagen absoluta.

Sin duda alguna, Lynch ha llegado a forjar un lenguaje que demuele los paradigmas estandarizados de un Hollywood que cuenta con los dedos de una mano las excepciones a un cine reiterativo y estéril. Ante tal panorama, es de agradecer que David Lynch siga siendo, y esperemos que por mucho tiempo, uno de esos enfants terribles.



[1] Martha P. Nochimson, The Passion of David Lynch: Wild At Heart in Hollywood. University of Texas Press, 1997. pág.27

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BIBLIOGRAFÍA:
- P. NOCHIMSON, MARTHA; The Passion of David Lynch: Wild At Heart in Hollywood. "Portrait of the director as a surfer in the waves of the collective subconscious" University of Texas Press, 1997. (pags. 16-46)
- BERTETTO, PAOLO; Lo Specchio e il Simulacro. "L'immagine interpretativa, la verità e l'illusione". Studi Bompiani, Milano, 2007. (pags. 202-240)
- McGOWAN, TODD; The Impossible David Lynch. "Introduction. The Bizarre Nature of Normality". Columbia University Press, New York, 2007. (pags. 1-25)
- CASAS, QUIM; David Lynch. Cátedra, Madrid, 2007.

domingo, 22 de mayo de 2011

El espacio escondido

El cine, como buena arte narrativa, define sentidos a partir del relato contado. La construcción de este sentido no se lleva a cabo partiendo de una concepción de la discursividad como autosuficiente, es decir, el relato se entiende como una condición necesaria en la proyección del significado pero nunca como una condición suficiente. Esto resulta obvio si se piensa en la naturaleza propia del cine: por supuesto, es una arte narrativa pero también es una arte visual. Es en la esfera de la visibilidad cinematográfica donde se encuentra el núcleo fundamental de la creación de sentido. Efectivamente, el centro de gravedad de significado no puede encontrarse en el relato ya que, de ser así, no podría distinguirse entre la esencia del cine y la esencia de la literatura y, sin embargo, la diferenciación entre estas dos formas artísticas nos resulta evidente. En consecuencia, la especificidad del cine debemos situarlo en el ámbito de lo visible.
El lenguaje visual del cine se construye a partir de un doble juego entre lo visible y lo invisible. En cualquier plano de cualquier filme esta duplicidad está siempre presente: se muestran los elementos definidos a partir del encuadre y se oculta todo aquello que se encuentra fuera de campo. Tanto lo visible como lo invisible configuran el sentido del encuadre, un sentido que se manifiesta bajo una duplicidad también. Por un lado, la visibilidad genera una significación patente, literal, efectiva y, por otro lado, la invisibilidad motiva un sentido potencial, posible. Dicho en otros términos, la esfera de la visibilidad se plantea como un significado cerrado en sí mismo mientras que la de la invisibilidad se concibe como la apertura del horizonte de significación de la que pueden emanar multiplicidad de sentidos, siempre entendidos como significados potenciales. Es en la delimitación de lo visible que se perfila la frontera con lo invisible y donde, por lo tanto, se dibujan los espacios de sentido.
La definición del campo de sentido visible se concreta con la selección de la realidad mostrada en el encuadre, es decir, se manifiesta en una única dirección. El posicionamiento de la cámara irremediablemente compone la realidad visible al mismo tiempo que define la "realidad virtual", la realidad invisible como fruto de ese descarte selectivo de lo visible. Mientras que esta visibilidad se muestra unidireccionalmente, en tanto que se plasma a partir de lo que la cámara muestra en campo, la invisibilidad cuenta con múltiples espacios (hasta un máximo de seis), tantos como espacios descartados por la cámara. En consecuencia, para cada encuadre existe una multiplicidad de espacios que son potencialmente significantes.
Tal y como se apuntaba más arriba, el cine congrega dos elementos como centrales para con su esencia: la esfera narrativa y la esfera visual. Obviamente, estos ámbitos se encuentran indisolublemente unidos de tal modo que la narratividad emana del relato propiamente dicho pero también del discurso visual. Ambos generadores de la narración se interpelan y se condicionan mutuamente estando siempre al servicio de la generación de sentido. La relación de lo invisible con la narratividad se perfila bajo una doble vertiente: como elemento diegético de hecho o como elemento diegético descartado.
Si visualizamos un encuadre cualquiera, observamos que la imagen se somete al relato y, por lo tanto, la configuración del sentido viene impuesto por éste. Sin embargo, no olvidemos que en la selección de lo visible se descarta todo lo invisible y que éste contiene una potencialidad múltiple de significado. Esta posibilidad de sentido de lo invisible puede entenderse como un elemento más de la continuidad narrativa y, en consecuencia, se concibe como un factor que se somete al relato del mismo modo que lo visible. Si, por ejemplo, tenemos en cuenta una secuencia en la que se nos muestra un plano-contraplano vemos que lo invisible está virtualmente presente, el espectador presupone la existencia de lo que se encuentra fuera de campo y, así, se permite la continuidad narrativa del relato visual. En este sentido, la invisibilidad se entiende como elemento diegético integrado en el relato del mismo modo que la visibilidad. Otro ejemplo que da muestra de este uso de lo invisible lo encontramos en aquellos encuadres en los que deliberadamente se oculta algo al espectador. En este tipo de planos, lo visible se suspende pero se mantiene una continuidad narrativa gracias a la presencia del sonido. Así, el espectador es capaz de deducir lo que ocurre sin necesidad de que se le muestre. Podría pensarse que este tipo de ocultación deliberada de lo visible tiene que ver con un recurso de economía narrativa visual, sin embargo, no es tal la principal intención. La imposibilidad de visualizar lo que ocurre de facto hace que el espectador deba dibujar con su imaginación la imagen de lo que está teniendo lugar de acuerdo con lo que oye. De este modo, se logra una mayor intensidad, una mayor implicación del espectador y, por lo tanto, resulta ser un recurso sumamente efectivo por lo que a producción diegética se refiere. La célebre escena de Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino, en la que Mr. Blonde tortura al agente Nash representa un claro ejemplo de dicha enfatización de la diégesis por parte del espectador. En efecto, en el momento en el que Mr. Blonde se dispone a cortarle la oreja al agente Nash, Tarantino aparta la cámara dejando en fuera de campo la consecución de esa brutalidad. Podría parecer que ese gesto vendría a aliviar al espectador, sin embargo, no hace más que acentuar su sensación de angustia, que vendrá reforzada en el momento en el que se muestra al torturador con la prueba irrefutable de la brutalidad: la oreja de Nash. Es evidente, pues, que Tarantino no pretende ahorrar el disgusto al espectador mediante el uso del fuera de campo, sino que, al contrario, quiere potenciarlo al máximo.
Tanto en el caso del campo-contracampo, como en el caso del uso deliberado del fuera de campo, el recurso de la ausencia se integra como un elemento narrativo requerido para con la continuidad del relato. En estos casos, el fuera de campo se encuentra al servicio de lo visible, determinando desde lo invisible el acontecimiento de los hechos relatados. No obstante, la peculiaridad del fuera de campo reside, precisamente, en una suerte de paradoja: se configura como aquello invisible pero, al mismo tiempo, como aquello inherentemente presente en lo visible. Si la definición de lo visible dirige la mirada del espectador unidireccionalmente (vemos lo que se nos quiere hacer ver), lo invisible desfocaliza esa mirada, la multiplica y la deslocaliza del encuadre. Así, la carga de significado potencial que asume el fuera de campo adquiere una pluralidad de posibles lecturas. Tal y como diría Gadamer, lo invisible multiplica la apertura de horizontes de sentido, convirtiéndose, pues, en una suerte de alternativa de significado. En consecuencia, todo encuadre se concibe como una contradicción en tanto que lo que realmente se muestra es la negación de lo que no se nos muestra y viceversa. Dicho en otros términos, lo visivo lo es en tanto que es una negación de lo invisible y, por otro lado, lo invisible lo es en tanto que se descarta de lo visible. Es por ello que podemos afirmar que toda imagen cinematográfica encarna una contradicción. Dicha antítesis viene reforzada, tal y como se ha mencionado previamente, por la alternativa que representa siempre el fuera de campo respecto al relato visual. Si, efectivamente, el relato es siempre visual, aquello oculto se manifiesta como una suerte de universo paralelo en tanto que es una negación de lo visible, en tanto que representa (o puede representar potencialmente) otra lectura del relato.
Sin duda, uno de los núcleo fundamentales en torno al cual se centra la hermenéutica del lenguaje cinematográfico es, precisamente, el fuera de campo como elemento que disgrega la significación de la imagen. Así pues, el fuera de campo, a pesar de ser un espacio silente, oculto, concentra una potentísima carga de significado que jamás será desvelado, convirtiéndose en el espacio en el que se entierran los sentidos.

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Bibliografía:

- Gómez Tarín, Francisco Javier: Lo Ausente como discurso: La elipsis y el fuera de campo en el texto cinematográfico.



domingo, 20 de marzo de 2011

Anton Corbijn y la imagen aurática del rock





Si Anton Corbijn es conocido por algo es por su inmenso trabajo como fotógrafo y realizador de videoclips que lo presentan como uno de los más destacados testimonios de la historia del rock de los últimos treinta años. No es accesorio ni pretencioso considerar la obra de Corbijn como un verdadero testimonio de uno de los momentos más fértiles de la música rock, sin embargo, el legado de este holandés ni siquiera se concibe como un documental preñadísimo de anécdotas, nombres propios y títulos de canciones. Y no puede entenderse como un documental, precisamente, porque dista de ese sustrato mimético, objetivo y neutral bajo el cual debería reposar toda obra que se entienda propiamente como un documental. El elemento disonante, que transgrede ese concepto de documento testimonial en el sentido mencionado, es, sin lugar a dudas, el tratamiento profunda y deliberadamente estético de la imagen. Considerando el dualismo forma-contenido, de una manera un tanto burda cabe decir, se podría acordar que un documental siempre tendrá como centro de gravedad el contenido, mientras que la obra de Corbijn desplaza el eje hacia la forma. Este "formalismo" del que se apropia el fotógrafo holandés reconvierte la imagen pura, la descodifica para dotarla de un aura nueva, de un sentido que va más allá de la mera fisicidad captada. Esta estetización de la imagen atiende a una imperiosa necesidad que acompaña a toda banda de rock, esto es, la creación de una identidad específica que permita, al fin y al cabo, satisfacer unos principios, unos ideales a partir de los cuales el grupo musical adopta un posicionamiento perfectamente definido ante los ojos del mundo. Esta construcción de la identidad mediante la imagen posibilita la ulterior identificación del público con ese carácter simbólico que toma por bandera el grupo musical.
Así pues, la identidad es condición de posibilidad de una posterior identificación. Dicha identificación, sin embargo, esconde una dualidad: la identidad es asumida por parte del individuo, que llega a identificarse con aquellos valores que determinan el aura de aquélla; no obstante, la definición de los principios del grupo musical no demandarán al sujeto sino a la masa, así, la receptividad y la aceptación de la identidad propia de la banda llega a consolidarse con la apelación a la masa, último bastión a conquistar por parte de toda banda de rock. Esta necesaria incidencia hacia la masa posibilita la perpetuación del aura en tanto que ésta se alimenta a partir la identificación con la misma por parte del público estimulando la creación de nuevas imágenes que vendrán a saturar el imaginario de ése. Esta retroalimentación constante formula un concepto de banda de rock que ya no construye su símbolo sólo a base de la fuerza musical, sino que encuentra en la imagen un reducto altamente fecundo para su proyección. En consecuencia, el público ya no es sólo oyente, sino que también es espectador, se convierte en un ávido receptor de imágenes que recrean ese aura con la que se identifica y que permite, a su vez, eternizarla.
El imaginario como motor de creación de lo simbólico en las bandas de rock se explica a partir de la colonización de la cultura por parte de la imagen, cuya cristalización se dará con la expansión de la MTV a principios de los ochenta. Si bien es cierto que la fotografía ve la luz a principios del siglo XIX y que el videoclip encuentra sus antecedentes en la segunda década del XX, no será hasta la popularización de la MTV que la imagen llegará a convertirse en el medio simbólico por excelencia en la esfera musical.
A pesar de esta rotunda resignificación de la imagen que tiene lugar a partir de la proliferación del videoclip con la MTV, existe ya desde los años cincuenta una clara mediación de la imagen que, aunque sea mucho más tímida y, sin duda, mucho más rudimentaria, perseguirá esa representatividad significante que tendría que llegar definitivamente treinta años más tarde.
Con la clamorosa llegada de la música rock'n'roll, que supondrá indiscutiblemente la primera gran oleada de la música pop, empiezan a aparecer los primeros indicios de la construcción de la imagen del frontman. Hollywood sabrá aprovechar el fuerte tirón popular del rock'n'roll explotándolo en la gran pantalla, en la que la innegable estrella de dicho movimiento musical, Elvis Presley, haría las delicias de una masa ansiosamente deseosa de ver al Rey representándose como tal. Esta mediación, no obstante, es resultado de un doble gesto: si bien Elvis Presley es vastamente conocido, no se representa a sí mismo como tal, sino a un personaje con el cual concuerdan los atributos definitorios de aquél - carisma, talento, virilidad, fuerza... -. Esta reverencia a la ficción no hará sino reforzar la visión aurística del artista, que se nutre incesantemente a partir de ese doble juego que se deposita en el espectador, a saber: la capacidad de reconocer a Elvis Presley en tanto que es cuerpo, pero también, y más importante, en tanto que es una idea. Este reconocimiento posibilita la recarga simbólica del artista, convirtiéndose así en una suerte de idea inmutable.
Resulta obvio que en esta primera fase de mediación simbólica de la imagen, que coincide con la primera gran oleada de la música pop, no se consigue dar con unos procedimientos autónomos, sino que todavía se encuentran fuertemente vinculados con otras estrategias culturales propias del cine, concretamente con esa fenomenología del star system hollywoodiense que inscribía en las estrellas de la gran pantalla unos caracteres prefabricados para que pudiesen ser reconocidas e idolatradas por el gran público. Si bien esta estrategia basada en la hibridación entre realidad y ficción cuajará en la esfera musical, específicamente en el caso de Elvis Presley, supondrá todavía una táctica de proyección del símbolo embrionaria en tanto que no llega a desembarazarse del enmascaramiento, de la farsa, del coqueteo con el engaño que es toda ficción.
Estos procedimientos de construcción del aura mediante la representación de la misma a partir de la ficción se dejarán atrás con la llegada de la que iba a ser la segunda gran oleada de la música pop, cuyas voces cantantes, y nunca mejor dicho, serían The Beatles. Ante la emergencia de la música como un contundente fenómeno de masas, iniciado por Elvis Presley y posteriormente corregido y aumentado por The Beatles, la televisión se convertirá en el nuevo espacio de culto de las estrellas del rock. Es así como cadenas televisivas de todo el mundo, muy especialmente del Reino Unido y Estados Unidos, crean un nuevo formato de programa en el que semanalmente actuaban en directo las bandas en boga y se analizaban los éxitos de los últimos singles lanzados al mercado.
En este momento la recreación del aura es casi inmediata, es decir, si con Elvis Presley el símbolo quedaba plenamente mediatizado por la representación en la ficción, con la implantación del fenómeno pop en la televisión se despoja al artista de todo artificio extrarealista. En este sentido, se simplifican las estrategias de simbolización apostando por una naturalización de las formas. Esta depuración de las técnicas de producción del fenómeno rock, no obstante, no debe entenderse como una despreocupación por el modo de presentación de los ídolos musicales, sino que responde simplemente a la imperiosa ley de la oferta y la demanda. Ante un reclamo desmedido por parte del público, el abastecimiento debía producirse con premura y periódicamente. Esto supuso el rechazo de las antiguas formas de recreación aurática en las que se requería de muchos meses para poder presentar ante el público el filme que tenía por objeto satisfacer sus exigencias. Con la emergencia de programas como American Bandstand, Oh, Boy!, Top Of The Pops, Shinding! entre otros, el proceso de recarga simbólica se acelera vertiginosamente y no se requerirá de una mimada producción del artificio para recrear el símbolo. Es a partir de esta agilización del proceso de recarga aurática que ésta se reproduce incesantemente y es por ello que ya no se necesitan de otros procedimientos más complejos que lo aseguren. En consecuencia, la imagen se verá también desembarazada de una producción sumamente cuidada de la forma estética para configurarse bajo la simplicidad de los parámetros del aquí-y-ahora. La imagen, entonces, se articulará en torno a dos ejes: como una imagen documental, como una reproducción mimética de las figuras de la banda de rock, pero también como una imagen aurática en tanto que se reconoce al ídolo, al símbolo convirtiéndose, pues, en un significado de lo presente, de lo real.
Será a mediados de los sesenta, concretamente en el año 66, que se producirá un punto de inflexión en la recreación del aura a partir de la imagen. Dada la colosal popularidad que estaban cosechando los de Liverpool, las peticiones para su aparición en los programas musicales en televisión se multiplicaban desenfrenadamente. Ante tal situación, se adoptó una solución que supondría un hito que marcará definitivamente el porvenir de la historia del rock: la realización de un videoclip. Paperback Writer y Rain, single y b-side respectivamente (realizados durante la sesión de grabación de Revolver pero que nunca se incluirían en el álbum), serán los títulos que iniciarán la revolución de la imagen aurática.
Era de esperar que, ante la urgencia mediática y la incomodidad de la inexperiencia, estos primeros videoclips musicales se realizasen de un modo un tanto torpe y primitivo. Efectivamente, la estructura de ambos vídeos no va más allá de la combinación de primeros planos con planos generales del grupo, intercalando mínimas variaciones en las transiciones entre éstos. No sólo la estructura viene a corroborar que nos encontramos en ese momento iniciático del videoclip, sino que la localización y el corta-y-pega de planos rodados para Paperback writer y luego reutilizados en Rain lo harán todavía más patente.
Teniendo en cuenta este contexto germinal, no sólo las expectativas por lo que se refiere al lenguaje de este nuevo formato musical no podían ser demasiado altas, sino que no deben ser tenidas ni siquiera en cuenta como un factor determinante en la recreación aurática. Hay que recordar que el videoclip venía a ser una suerte de placebo que pretendía sustituir a la versión de lo real, al puro live en los programas musicales de la TV. Es por ello que la forma de proyección del símbolo en los primeros videoclips tiene todavía mucho de ese "documental" que se centra en aquellas coordenadas espacio-tiempo reales. En consecuencia, el eje vertebral de la imagen no será en ningún caso la forma, sino el contenido. Precisamente, será a partir de la relevancia que adopta el tema de la imagen que se justificará plenamente el sacrificio de la forma. Lo crucial era reconocer a Lennon, McCartney, Harrison y Starr como The Beatles y para ello se repitió hasta la saciedad esa combinación de primeros planos y planos generales impulsando y asegurando la recarga aurática de la banda, así como la identificación del público con ésta. La deuda formal que contraen estos primeros videoclips con el formato de lo real, de lo presencial, lo alejan de una concepción conceptual propiamente dicha, no obstante, no hay que olvidar que se trata de una falsificación de lo real porque la presencia ya no es una presencia verdadera, que tiene una continuidad en el espacio-tiempo, sino que se trata de una presencia virtual. Esta ruptura con lo real no comprometerá la posibilidad de recarga aurática, sino que más bien la potenciará. Si previamente los programas musicales de televisión estaban plenamente subyugados a la presencialidad, a la proyección de lo real, del aquí-y-ahora, con el videoclip se desembarazan por completo de esta necesidad y la proyección de la virtualidad permitirá ir liberando la carga que suponía el live sin dejar de satisfacer las expectativas del público. Obviamente, la virtualidad del videoclip permitirá estar reproduciendo el mismo contenido en tiempos y lugares distintos de todo el mundo, por lo que la recarga aurática estará plenamente garantizada y ampliamente potenciada.
El videoclip como plataforma de promoción televisiva de las bandas de rock vivirá una expansión mundial arrolladora a mediados de los sesenta. La reproducción de los esquemas más rudimentarios serán una constante que se irá puliendo paulatinamente y que se empezará a dejar atrás a partir de los setenta.
Efectivamente, con la llegada del Glam Rock, cuya estrella más brillante fue indiscutiblemente David Bowie, se produce un giro en la concepción estética del rock que, en consecuencia, reformulará el concepto original de videoclip que, para aquel entonces, se entendía ya como arcaico y obsoleto. La figura arquetípica del rockero como macho indomable, que se desentendía del mundo excepto de su propio ombligo, queda totalmente superada con la efervescencia del Glam Rock revirtiendo todos los patrones que se habían considerado hasta el momento como los propios de la música rock. La revolución glam fue un auténtico revulsivo para la estereotipación de todo lo rock: la estética, la actitud y los principios con los que se había construido el símbolo de los grandes rockeros de los sesenta y principios de los setenta se abandonarán para situarse en las antípodas de éstos. La ambigüedad, la teatralidad, la bisexualidad, la androginia, el descaro y la provocación serán los valores en alza que vendrán a configurar una nueva identidad del rock que explotará todos estos principios a partir de una rebelión estética que no conocerá límites. Quilos de maquillaje, lentejuelas, purpurina, plataformas y vestimentas imposibles serán el uniforme habitual de aquéllos que se propusieron inaugurar una nueva actitud, una nueva identidad en el mundo del rock. Fruto de esta nueva tendencia estética, la concepción del videoclip también se verá reformulada: la preocupación por la imagen estética comportará, necesariamente, una mayor relevancia en la forma de presentación de la misma.
El videoclip de Space Oddity refleja claramente esta voluntad esteticista en la que el tratamiento de los planos ya no pretende únicamente plasmar la virtualidad de lo real, sino que se propone iniciar un lenguaje propio. La experimentación con encuadres inexplorados, el uso de planos monocromáticos y un montaje mucho más elaborado anunciarán la emancipación del lenguaje del videoclip. La apuesta por una mayor relevancia de lo puramente formal y estructural, así como el alejamiento de esos cánones del mimetismo virtual, marcan el inicio del videoclip conceptual. Bajo esta nueva concepción, el videoclip se desentiende de ese afán de representación de los músicos: ya no se busca la proyección real, sino la proyección simbólica, esto es, la recreación aurática en sí misma. En otras palabras, la estetización del videoclip inaugurará un nuevo lenguaje que se distancia del mimetismo para plasmar la totalidad de la identidad, del concepto, del símbolo propio de la banda de rock.
La tendencia inaugurada con el Glam rock, no obstante, se verá replanteada con la emergencia del Punk rock. Si los estetas como Bowie ensalzaban la extravagancia más excéntrica y artificiosa y con ello se inauguraron unos esquemas visuales mucho más elaborados en el videoclip, el surgimiento del Punk vendrá a reclamar una mayor simplicidad. No se trata de una simplicidad gratuita, ni de una involución del lenguaje visual del videoclip, sino que responde a la necesidad de acoplar el símbolo propio de los punks a unas estrategias de construcción del aura adecuadas.
Pesimismo, odio, rechazo, trasgresión, individualidad, libertad... Éstos son algunos de los signos bajo los que se inscribe la filosofía políticamente incorrecta del punk. Asentándose como un duro ataque hacia cualquier tipo de convención social, el movimiento punk cargó la música de ácidos y crueles mensajes que expresaban ese malestar de los outsiders del sistema. El sonido sucio, distorsionado, frenético y desgarrado hace justicia a este sentimiento anti que abrazó toda esa generación. Rebeldes con causa, los punks conciben la música como medio de expresión de su filosofía: no componen canciones, sino declaraciones de principios. Habiéndose convertido en portavoces de toda una generación de jóvenes cabreados con el mundo, el vínculo de unión entre representantes y representados no era otro que los gorgoritos que despellejaban al mundo entero. Por lo tanto, el contenido de los textos es el núcleo fundamental de la construcción del símbolo punk en tanto que permite asumir claramente una identificación con los principios de los que se apoderan las bandas punks, o sea, con la identidad propia de éstas. Si el mensaje es el factor determinante de la esencia del punk, es obvio que toda estrategia de construcción del aura vendrá a enfatizarlo relegando otros aspectos a un segundo plano. La simplicidad visual de los videoclips de las bandas punks responderá, precisamente, a este propósito. La reproducción de las bandas entonando gritos de guerra contra el sistema ante un público desatado será el factor común a la mayoría de los videoclips y, es por ello, que la construcción de la imagen se simplifica notablemente respecto a aquélla más refinada del glam. La combinación de planos de la banda con planos del público serán, básicamente, los ejes que articularán la visualidad de los videoclips para reforzar la esencia de éstos: la unión de toda una generación de inconformistas.
Con la evolución de fenómenos musicales que coparon el panorama de la cultura musical tales como las New Wave americana e inglesa, el Revival sesentero, el sonido Disco y el Dance llegamos ya al fin de una década que sentó las bases de la posterioridad del rock en todas sus dimensiones.
En los ochenta se producirá un punto de inflexión fundamental que no tendría tanto que ver con la música en sí, sino, más bien, con la revolución de la proyección de la imagen del rock. La creación de la MTV en el '81 será, sin duda, el factor determinante de este cambio. Esta cadena de televisión se concibe como una plataforma de proyección de videos musicales 24 horas al día, 7 días a la semana, lo que implicó una vuelta de tuerca en el consumo de música que se resume perfectamente en uno de los lemas de la cadena: You'll never look at music the same way again. En efecto, con la expansión de la MTV cristaliza ese proyecto que empezó a tomar cuerpo a mediados de los sesenta con la emergencia de programas de TV musicales llevándolos a un nuevo nivel: la disponibilidad de contenidos videomusicales las 24 horas del día supondrán una reformulación en la ontología de la música rock. Efectivamente, ahora la música no se presentará sino bajo un soporte visual que la sostiene, de este modo, música e imagen quedan asumidas dentro de una nueva concepción en la que lo visual y lo sonoro se interpelarán mutuamente.
Fruto de esta ecuación en la que un tema musical equivalía a una imagen, surge un nuevo concepto, el de VJ (video jockey), que evidenciará el surgimiento de esta nueva cultura musical. En efecto, la función del video jockey era la de presentar los videoclips, dando detalles jugosos sobre cualquier cosa relacionada con la banda. El videoclip, por lo tanto, se convierte en condición de posibilidad de conocimiento de las bandas de rock, cosa que supone la reconversión de los esquemas anteriores. En efecto, en los programas musicales de los sesenta el conocimiento de la banda de rock era condición de posibilidad del reconocimiento de ésta en la imagen; con la popularización de la MTV, en cambio, el videoclip se convierte en un elemento potencial del reconocimiento. En otras palabras: ya no es necesario conocer al grupo musical previamente para reconocerlo y garantizar así la recarga aurática, sino que el medio visual permitirá la difusión de bandas desconocidas que llegarán a la masa para posteriormente ser reconocidas por ésta. Es por ello que el videoclip ya no sólo cumple la función de recarga aurática, sino que también se configura como imagen potencial de reconocimiento.
Siendo los videoclips las cartas de presentación de las bandas, resulta obvio que el tratamiento de la imagen será fundamental. Es a partir de este momento que la expresividad en el medio del videoclip adquirirá una idiosincrasia propia en la que todo vale. En efecto, las estrategias de construcción de la imagen aurática en el videoclip no se ceñirán a ningún patrón determinado, sino que explorarán múltiples fórmulas de expresividad.
Es en este contexto de florecimiento del lenguaje autónomo de los videos musicales en el que enmarcamos la obra de Anton Corbijn. Habiéndose iniciado en el mundo de la música como fotógrafo de conciertos durante los setenta, este holandés logrará posicionarse como uno de los más codiciados fotógrafos y realizadores de videoclips a partir de los ochenta. El ojo de Corbijn, forjado con la fotografía, concibe el lenguaje visual de un modo profundamente plástico, estético y condensado. La fotografía de Corbijn atrapa lo corpóreo, lo simbólico y lo estético, o sea, concentra en una única imagen los tres elementos fundamentales para la construcción de la imagen aurática. Esta producción de la imagen fotográfica será completamente trasladada al medio expresivo del videoclip. Con una técnica muy depurada, un tratamiento altamente plástico de la imagen y un dominio natural del medio visual, el savoir faire de Corbijn imprime en todos sus trabajos una huella propia sin perder de vista la esencia inherente de la imagen: la proyección del símbolo.
Pride (In The Name Of Love) de U2 y Seven Seas de Echo and The Bunnymen, dos de los primerísimos trabajos del holandés, reflejan ya ese matiz personal en la que se recrea una estética de la imagen singular, autorial, fruto de unas estrategias expresivas propias de Corbijn pero también es universal, en tanto que se entiende como un medio de proyección del aura.
La estetización total, entendida bajo una dúplice vertiente, o sea, como forma, como lenguaje, como imagen pura, y como contenido, como símbolo, como aura, llega de la mano de Corbijn y, es en este sentido, que se puede entender su obra como imagen aurática por antonomasia.
Podría pensarse que la imagen aurática no se descubre con la emergencia del fenómeno rock, ya que la historia del arte recoge incontables muestras del uso de un soporte sensible (la imagen) al que se le añade un valor, un significado, un símbolo. Sin embargo, lo característico de la música rock es el uso que hace de esta visualidad significante: no pretende mostrar simplemente un significado anunciado desde una imagen, sino que se propone recrear a partir de ésta una identidad propia con la que el público viene a identificarse. Este juego de reflejos en el que se retroalimentan identidad e identificación es el motor de propulsión del fenómeno rock, de ahí que el medio visual sea desde los años ochenta el "habitat" natural de las bandas de rock.
El mérito de Corbijn reside no sólo en haber comprendido esta esencia del fenómeno rock, sino también en el dominio del lenguaje visual que, sin duda, se debe a su curtida formación como fotógrafo. Si la dificultad de concentración del símbolo en una única imagen fotográfica es evidente y, aún así, logra plasmarlo sin que le tiemble el pulso, la explotación del medio fílmico como espacio de proyección del aura abrirá un espectro de posibilidades infinitas que el autor aprovechará brillantemente.
Es por ello que su obra puede considerarse como un auténtico testimonio del rock de su tiempo, en tanto que plasma la esencia del mismo sin abandonar un estilo auténtico y muy personal. La de Corbijn será una de esas ventanas baudelairianas que nos muestran una época, un momento de la historia... La historia de cómo hacer rock.

lunes, 31 de enero de 2011

Un amor, tres minutos




Contar una historia de amor en tres minutos. Contar los besos, las caricias, los susurros, las miradas, los recuerdos, los abrazos, las lágrimas, la pérdida, el dolor en tres minutos. Parecería imposible si no fuese por el brillante corto con el que Raúl Arévalo desafía los límites de la narración en el cine.
Con una sencillez abrumadora, el joven actor y director dibuja la inmensidad de una relación de amor que nace y perece en el transcurso mismo del cortometraje. La perfecta disonancia entre la imagen y la narración permiten conjugar el principio y el fin de un amor, de cualquier amor; un inicio y un desenlace que se suceden sincrónicamente. La narración surge de una exploración del fuera de campo que remite al espectador a ese amor inicial, pasional y vivo, sin fisuras que se contrapone de pleno con aquello que efectivamente se está presenciando, esto es, la agria separación de la pareja. Esta yuxtaposición contradictoria entre imagen y narración no responde a una cuestión de mera economía narrativa, sino que aclimata el cortometraje en una estética que supone un golpe de efecto (emocional) hacia el espectador que percibe, desdoblado, lo mágico y lo terrible, lo sublime y lo cruel del amor.
Con Raúl Arévalo se cumple la premisa de que menos es más, entendiendo que menos equivale siempre a una muy cuidada manera de contar historias, de explicar relatos que, siendo minúsculos, consiguen ser universales.
Contando con una dilatada carrera como actor, en la que ha obtenido papeles para televisión, teatro y cine y no pocos reconocimentos, esperemos que la de director de cine siga avanzando con la buena estela con la que ha dado a luz a sus dos proyectos hasta el momento: Un Amor y Foie Gras.

lunes, 10 de enero de 2011

Goodfellas: un clásico contemporáneo





Goodfellas no es un juego fuera de la ley, ni una historia de mafias, tampoco es un retrato de la Familia... Goodfellas es, simple y llanamente, una lección maestra sobre cine.
Habiéndose criado con los filmes clásicos, el ojo de Scorsese está dotado de una agudeza magistral para construir relatos visuales que gozan de una fuerza estética inconmensurable. El logro de Scorsese es, precisamente, edificar ese relato a partir de una perfecta conjunción entre el lenguaje visual y la estructura narrativa del filme.
Centrándose en un estilo narrativo fuertemente clásico, previsto con una narración en primera persona, el relato goza de una composición compacta y sin fisuras, impulsando la acción con un ritmo sumamente trabajado que hace pensar en una alta capacidad por parte del director para concebir proyectos cinematográficos de complejísima envergadura. Tal y como el mismo director reconoce: "Un relato necesita una narración. Yo hago cine narrativo". Para Scorsese, entonces, es inconcebible la realización de un filme sin una estructura narrativa que la sustente. No obstante, el cine no es sólo relato, sino que también, y por encima de todo, es imagen. Es por ello que la potencia visual que acompaña al relato refuerza esa sólida consistencia de la narración. Efectivamente, el uso de la cámara del que se sirve Scorsese, se concibe como una extensión necesaria del mismo tejido narrativo en tanto que asegura la forma narrativa. Sin embargo, la narratividad no supone una condición de posibilidad suficiente para la configuración visual, es decir, la imagen se constituye como una doble potencialidad: por un lado, supone un punto de anclaje del relato, y por otro lado, concentra toda la esteticidad del filme. La imagen es perfilada por Scorsese con gran cuidado y detalle. Gracias a ello, Goodfellas goza de una expresividad cinematográfica que remite a ese cine clásico hollywoodiense, del que Scorsese es uno de sus grandes herederos. Esta reminiscencia, no obstante, es llevada por nuevos derroteros, por los derroteros íntimos del savoir-faire de Scorsese, que juega libremente con las fórmulas de cine clásico adoptándolas y superándolas al mismo tiempo.
Exigente y meticuloso, Scorsese no podría si no contar con un reparto de calidad indiscutible encabezado por Robert De Niro, Joe Pesci, Ray Liotta, Paul Sorvino y Lorraine Bracco. El trabajo coral de todos ellos tiene como resultado el excelente retrato de la amistad, la violencia, la traición, la venganza, la desesperación y la ambición.
Es por todo ello que Goodfellas se revela como una pieza imprescindible de la historia del cine, consolidándose como un clásico irrefutable. Esperemos que la historia del cine siga brindándonos la oportunidad a todos los espectadores de disfrutar con grandes joyas como ésta. Gracias, Scorsese.